jueves, 25 de septiembre de 2014

Victor, Alfa, Sierra, Charlie, Oscar, el tomate está en el plato

Chicos, no se lo digáis a nadie pero estoy en una operación encubierta. He accedido a los archivos secretos de las Vascongadas. Ahora mismo estoy en la biblioteca de Deusto. Se supone que he de dedicar el tiempo que Sara está en clase para atender mis tareas académicas. La operación ha sido planeada con todo tipo de detalle gracias a nuestro topo en el interior (Sara) quien me ha indicado los pasos a seguir: Cruza la puerta y gira a la derecha donde encontrarás otras puerta. Aquí viene lo complicado, desliza la tarjeta personal e intransferible del topo a través del lector y si nadie ha dado la voz de alarma, estarás dentro. Continua recto hacia unas escaleras con las que accederás a la siguiente planta. Gira a la izquierda y finalmente llegarás a una inmensa sala donde reina paz y tranquilidad. El tomate está en el plato.


Ahora mismo me encuentro en la inmensa sala donde combinan el blanco con la paz y la tranquilidad del espacio. Desde luego la biblioteca está más cerca de parecerse a la biblioteca de la UCC que al bodrio enterrado en hormigón que tiene la Facultad de Economía y Empresa de la UB. Por un lado tengo vistas al Nervión y por otra al Guggenheim. Estoy rodeado de unos cuantos vascos que como yo, están estudiando o eso intentan hacer ver. He decidido arriesgar mi operación con fines culturales y escribir parte de lo que no pude escribir ayer después de un largo e intenso día.

En un día festivo como lo era ayer en Barcelona, el señor (a ser yo) se levantó a las cinco de la mañana para poder llegar a la hora en su cita con el Alvia 00434 con destino Irún/Bilbao. Recordé mi grata experiencia en mí anterior viaje en el coche número dos dentro de la clase preferente. Aprovechando mi billete Promo+, pude volver seleccionar un asiento de ventanilla en el mismo coche pero sin disfrutar de las ventajas de un preferente pero con un mayor espacio para las piernas. Acabo de encontrar en El Mundo un debate sobre la entrepierna de los famosos: calcetín o realidad. Ya lo comentaremos más adelante.

Cada vez que viajo solo, siento una profunda debilidad por el público anciano. Especialmente si viajan solos. Ayer el estándar de torpeza estaba realmente alto. Se vivieron momentos de nbaervios cuando al bajar la escalera mecánica que accede a las vías una y dos, una señora mayor la cual estaba gorda (no diré rellenita porque mentiría) cayó de culo antes de llegar al final de estás. El impacto fue brutal. Se comenzó a formar un tapón de maletas, viejecitos, gente intentando levantar el paquete. Yo contemplaba la escena desde lo alto de la escalera y a medida que iba llegando al final de las escaleras notaba como la tensión y el pánico iban incrementando su nivel. El hombre que se encontraba delante de mí llegó a lanzar su equipaje por uno de los laterales de la escalera. Llegué, con mi increíble fuerza, agarré del enorme culo a la mujer y entre otras tres personas, conseguimos levantarla.

Como si la cosa no hubiera ido conmigo, continué mi marcha hacia el coche número dos y en mi camino me encontré con una amable anciana que me preguntaba por el coche número tres. Aún con los niveles de orgullo y grandeza por encima de la media le dije “¡Yo voy al coche dos señora, puede seguirme si quiere, están en la misma dirección!” (salvemos al mundo!).

Para este viaje, mis familia viajera acompañante estaría compuesta por: cuatro americanos con destino Logroño; un señor que jugaba al Candy Crush en su Galaxy Tab; un hombre sospechosamente parecido al tío de Sara y otros pasajeros a los que no logré verles la cara.

Cuando ya llevábamos una hora y media de viaje y contemplaba de nuevo la desolación lunar del desierto de Monegros, caí en la cuenta de que había olvidado el bocadillo de queso en la nevera de casa. Se me vino el mundo encima. Pensé en aquella chapata de queso de cabra semicurado con aceite de oliva y entonces empezaron a rugir las hienas de mi estómago. Guardé la calma y entregué mis esperanzas en que el carrito de restauración apareciera pronto. Me daba una pereza enorme tener que ir al vagón restaurante porque a) tendría que hacer levantar de su asiento al falso tío de Sara y b) ¿Por qué tenía que ir al vagón restaurante si él vendría a mí?



Al salir de Zaragoza, lo único que había pasado por aquel pasillo, era el mismo azafato de nariz inflada y gafas repartiendo los auriculares de RENFE. Estuve especialmente atento cada vez que se abría la puerta del vagón u oía el abrir de alguna de las puertas metálicas donde almacenaba la comida. Al final llegó, ahí venía, cuesta arriba con el carrito de restauración. Un triste donut con un triste café con leche. Decidí llamarle snack porque en mi vocabulario, le definición de desayuno englobaba muchos más alimentos que únicamente café y bollería industrial. Aunque el falso desayuno fuera más deprimente que el desayuno incluido en un hostel barato de Londres, mi cuerpo reaccionó enseguida a la ingesta de glucosa y café del malo. No, no me cagué de patas para abajo pero si me abrió los ojos y me permitió seguir leyendo.

En Tudela de Navarra, todo iba sobre ruedas (literalmente). Los americanos estaban en paz mientras cada uno de ellos gozaba con su Ipad en silencio. Uno de ellos veía House of Cards. Kevin Spacey se trincaba una botella de whisky con sus amiguetes. Yo babeaba detrás suyo. A mi izquierda, el tío de Sara había sido sustituido por una mujer bien conservada con apariencia de cuarenta y pocos. Su base de maquillaje, su Blackberry y su vestimenta mezclando un estilo elegante pero desenfadado rebeló al 95% de confianza que dirigía algún negocio. Un segundo anciano pidió mi ayuda de forma indirecta para subirle el equipaje a las repisas superiores.

Que el cielo cambiara de azul luminoso a gris nublado; que el paisaje se volviera más arbolado y escarpado; que las K’s comenzaran a inundar los letreros. Todo eso acompañado de un Ongi Etorri Bilbao y de una chica de piel clara, negra cabellera, delgada silueta enfundada en una chupa de cuero negra y unas botas marrones, me hicieron saber que estaba de vuelta en Bilbao.

Ya he tenido que enfrentarme a las dos primeras comilonas y he sido expuesto de nuevo como una mascota: “Es catalán”. Ahora he de atender asuntos importantes.

A propósito, como me temía, el aire acondicionado de RENFE ha acabado de incubarme un resfriado que sin lugar a dudas alcanzará su punto álgido entre el sábado y el domingo. Hasta entonces, seguiremos informando.


Agur gente del sur. 

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