Me
encanta viajar en avión. Normalmente tengo suerte con los pasajeros
que se sientan junto a mí y me hablan como si me conocieran de toda
la vida. Me gusta volar porque parece que te embarques en una
operación de alto riesgo sobre asentamientos rebeldes iraníes. Cada
pasajero lleva su historia y va pensando en su cabeza que a va hacer
con aquello que busca en su futuro destino así como si fuera una
nueva aventura. Me gusta volar porque puedo ver el paisaje o una
ciudad desde lo alto poco antes de ascender por encima de las nubes y
porque también me gusta el impulso de los motores al despegar, es
como si te vas a la luna.
Hoy
es mi segundo día en
casa
después de 9 fantásticos meses de Erasmus en Irlanda. Una chica
australiana se sentó junto a mi y celebró conmigo el haber
encontrado el bolígrafo para hacer crucigramas. Yo también feliz
por ello, le enseñé mi libro de Salinger pero le expliqué por que
iba a dormir y no leer durante el viaje. Después de intercambiar
unas palabras y risas, dejó el bolígrafo junto a mi libro y sacó
un antifaz para poder dormir, después me dio las buenas noches y
antes de que el avión despegara ella ya estaba durmiendo. Poco
después de que el avión hubiera despegado y diera su primer giro
rumbo al sur, yo fui el siguiente en caer dormido.
Después
de casi dos horas de sueño y a casi 10 minutos de aterrizar, la
mujer australiana se dió dos bofetadas para despertarse.
Intercambiamos unas pocas palabras y cuando llegamos al aeropuerto
nos separamos con una breve despedida.
La
gente viene y va y es algo que me gusta de los aeropuertos, nunca te
encuentras a la misma gente (o casi nunca).
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